Hace tres años platiqué con Raquel, madre de una niña con parálisis cerebral: Rosita. Rosita es una niña muy dulce, como todos esos ángeles, que antes caminaba y hoy no lo hace; depende de su madre. Al preguntarle a su madre por qué no la llevaba a terapia o a una escuela para que aprendiera de nueva cuenta a caminar, para que no dependiera tanto de ella, a lo cual me contestó que el corazón se le partía en mil pedazos cuando alguien le alzaba la voz a su hija o la miraba mal. Y que el día en que a ella le diagnosticaran un mal incurable ella mataría primero a su hija y después se suicidaría, ya que nadie amaría a su hija como ella, ni la cuidaría.
Yo me quedo pensando en su egoísmo como ser humano y como madre, mas tarde me he dado cuenta que yo también pensé lo mismo. Marzo 2003