...
El mendigo ciego que había jurado no recibir
ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada,
refirió al Califa1 su historia:
—Comendador de
los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y
con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes
de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines
de nuestro dilatado imperio.
Una tarde que volvía
de Basorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los
camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante
una fuente, cuando llegó un derviche2
que iba a pie a Basorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones
y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos
camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba
un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de
oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él.
Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué
que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello
cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía
perder el buen sentido y me contestó:
—Hermano, debes
comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que
esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar
mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición
más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos
los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás
con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.
Esta proposición
razonable me pareció durísima; veía como un quebranto
la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el
derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí,
sin embargo, para no
arrepentirme hasta la muerte de haber perdido
esa ocasión.
Georges de la Tour (1593-1652) |