Boletín Informativo, de expresión libre y creativa para padres, niños, familiares y amigos.
Hermosillo, Sonora, México.

        Mi bebé fue procreado con el mismo amor que sus dos hermanos mayores; sería el último y mi tercer cesárea. El embarazo transcurrió placenteramente; no dejé de trabajar, me sentía bien. De hecho programamos el parto para el viernes 16 de septiembre del 98, para estar ese día no laborable y toda la semana juntos.

        Llegué al hospital con mi enorme barriga (demasiado grande para mi talla) caminando al lado de mi esposo. Todo transcurrió con fluidez, el bebé pesó 4.5 kg y vigoroso, con buenos reflejos; lloró con el único llanto que te puede hacer feliz escucharle a un hijo. ¿Qué puedo contar, si uno se derrama de amor y el milagro se repite de nuevo?...

         No me molestó en particular que la sala de parto estuviera llena de residentes; mi parto cesárea era una clase con público y todo, pero el “pudor” en esos momentos no existe y no me importó más que ver ese bebé sonrosado y risueño que buscó el seno tan pronto como lo sintió. Había olvidado el dolor en el pecho como picadas de hormiga.

         Todo el viernes fue jugar con sus deditos, cantarle, hacerlo sonreír, besarle los pies, las orejitas... sólo que mi pecho no sanaba e intenté darle leche en botella, pero ese pícaro la empujaba con la lengua, y decidí aguantarme... ya sanaré.

        El domingo temprano preparamos todo para dejar el hospital; una enfermera se llevó a mi bebé recién alimentado para darle el alta; y cuando pasamos a las cunitas, nos informan que el bebé se queda; con unos papeles que mi esposo no firmó, donde se contemplaba una cirugía abdominal. Mi esposo trató de hablar con el médico responsable pero no había traductor por ser domingo y una enfermera con pésimo español (se me olvidaba decir que todo esto fue en el hospital de la Universidad de Tucson, Az.). No pudimos evitar que un grupo de entusiastas médicos llevaran al octavo piso a mi niño, a la unidad de cuidados donde por intervención de mi esposo se llegó al acuerdo de ponerlo en observación. El bebé vomitó sangre, pero no lloraba ni se veía mal.

        Llamé hasta Hermosillo, al pediatra de mis hijos y le conté esto que platico; me tranquilizó, y traté de decirle a esa gente que revisaran mi pecho, que la sangre ingerida era mía. ¡ Me sentí transparente, ni me oyeron ! Mi esposo se fue con los niños y me quedé pegada al vidrio que me separaba de mi niño.