Recibió tratamiento para los oídos, y esperamos resultados. Al bebé se le descompuso su reloj interno, sus horas de juego y sueño se alteraron; comenzó una crisis familiar que nos movió el piso a todos.
En Nogales Arizona, lo inscribí a un programa de estimulación temprana, cuyos trámites duraron mucho. Una evaluadora del programa me dio el primer diagnóstico: P.D.D. (Autismo leve o algo así). Todo cambió de golpe: mi esposo y yo comenzamos a buscar información al respecto, y entre más leíamos, más triste se vislumbraba el futuro. Aún faltaba la opinión del neurólogo, puesto que la evaluadora terapista necesitaba respaldar su diagnóstico.
La cita con el neuropediátra llegó cuatro meses después, el niño por cumplir los 3 años. Tanto esperarla, tanta ansiedad, para que durara menos de media hora. El más “senior” de los neuropediátras del condado de Pima, me dijo a rajatabla: “su hijo es autista y eso es incurable”.
En un cuartito blanco, blanco, con una mesa con papel desechable como sabanita, y unos legos en el suelo, se me dio el diagnóstico de la siguiente manera: entré con mi niño al cuarto con la traductora, él se fue a jugar con los bloquecitos, el neurólogo llegó a los cinco minutos: alto, adusto como lord inglés, cerró la puerta tras de sí. Le pedí que la dejara entreabierta que el niño no iba a salir, y dijo que debía estar cerrada. Al tiempo que mi niño se incorporó y trató en todo momento de abrir. El médico se sentó tapando la puerta con la silla y el niño al no ver posibilidades de abrir comenzó a llorar en toda la entrevista. Traté de confortarlo, él me ordenó dejarlo llorar, el niño vio el lavabo y fue a jugar con agua, el médico le cerró la llave con un enérgico “stop”, el niño empeoró, rompió el papel de sabanita y arrojó los legos y trató de salir. El médico lo sentó en sus rodillas frente a mí y lo inmovilizó con un “stop”, “stop”. Alcanzó a decirme (alcancé a entender) que me acogiera al título 16 o algo así, que no es otra cosa más que aceptar la condición de “disability”.
Ordenó algunos estudios sin dejar de sujetar al niño que lloraba sin parar; cuando en un estirón de mi bebé, le dio tremendo cabezazo en el tórax al médico y ahí terminó la entrevista, él tenía su diagnóstico. Lloré de impotencia, ¿sabes? Nunca lo vio sonreír, ni hacer una picardía y correr, nunca lo vio sufrir por no poder darse a entender; y verlo desesperarse cuando gesticula en el espejo y no le sale la voz. Tampoco vio sus formas erradas de llamar la atención, como orinarle el portafolios a su papá porque no le dio algo que pidió. Tampoco tuvo tiento para decirme las dos palabras más temidas. Abracé a mi hijo y él sin perder el estilo pero molesto por el cabezazo nos despachó rápido. Salí de ahí con mi bebé apretándolo contra mi pecho, las palabras resuenan en mi cerebro “autista severo” y desié que el techo se desplomara detrás de mí.