“Al preguntar una vez a un maestro
de escuela cómo había conseguido que los niños
lo obedecieran sin necesidad de golpes, me respondió:
Trato de convencer a mis alumnos, a través de todo mi
comportamiento, de que estoy actuando por su propio bien y les
demuestro, mediante ejemplos y comparaciones, que ellos
serán los primeros perjudicados si no me obedecen.
Además, ofrezco como recompensa el que el más
complaciente, obediente y aplicado en las horas de clase pueda
ser preferido a los demás. Le hago muchas más
preguntas, le permito leer su composición en público
y le hago escribir en la pizarra lo que sea preciso copiar.
Así despierto el interés de los niños,
de suerte que cada cual querrá destacar y ser el preferido.
Si a veces alguno se hace merecedor de un castigo, lo hago sentarse
atrás en la hora de clase, no le pregunto nada, no le
permito leer en voz alta y actúo como si él no
estuviera allí. Esto, por lo general, les causa tanto
pesar que los castigados vierten amargas lágrimas. Y
si por ahí aparece alguno reacio a dejarse educar por
estos medios indulgentes, no tendré más remedio
que pegarle. Sin embargo, mis preparativos para esta ejecución
serán tan largos que lo afectarán incluso más
que los mismos golpes. No le pegaré en el instante en
que se haya hecho acreedor al castigo, sino que lo aplazaré
hasta el segundo o tercer día. Este proceder me ofrece
una doble ventaja: en primer lugar, mi ardor se enfría
durante la espera y adquiero la serenidad necesaria para reflexionar
sobre el modo más inteligente de iniciar el asunto y,
luego, el pequeño delincuente sentirá el castigo
con una intensidad diez veces mayor y no sólo en la espalda
debido a que pensará en el constantemente.
Cuando llegue el día del castigo, inmediatamente después
de la plegaria matinal haré un melancólico llamado
a todos los niños diciéndoles que aquel día
es para mí muy triste, ya que la desobediencia de uno de
mis queridos discípulos me obliga a pegarle. Y entonces
empezará el abundante fluir de lágrimas no sólo
por parte del que ha de ser castigado, sino también por
la de sus compañeros. Terminado este discurso, haré
que los niños se sienten y comenzaré mi lección.
Sólo cuando la clase haya concluido, haré avanzar
al joven pecador, le leeré la sentencia y le preguntaré
si sabe por qué se ha hecho acreedor a ella. En cuanto
me dé una respuesta adecuada, le asestaré los golpes
en presencia de todos los demás niños, me volveré
luego hacia los espectadores y les expresaré mi ferviente
deseo de que sea aquélla la última vez que me vea
obligado a pegarle a un niño”.
Coincidimos con la autora en que, sólo una sensibilización
a las formas refinadas y sutiles de humillar a un niño,
podrá ayudarnos a desarrollar el respeto que éste
necesita desde su primer día de vida para poder crecer
psíquicamente. Hay distintas vías para alcanzar
esta sensibilización, por ejemplo la observación
de situaciones con niños ajenos en las que se intente
una compenetración con el niño y, sobre todo,
el desarrollo de una empatía para con nuestra propia
historia.
Ilustración tomada de: Morrison,
Toni. The big box.
Las ilusiones como defensa
Por otro lado, Miller señala, que encontró cuán
falsa era la suposición de que en su país, Alemania,
se maltrata a los niños más que en otros países.
Y que a veces nos resulta muy difícil soportar una verdad
demasiado opresiva y tenemos que defendernos de ella con ayuda
de ilusiones. Una forma frecuente de defensa es el desplazamiento
espacial y temporal. Así, por ejemplo, podemos imaginar
más fácilmente que los niños son o fueron
maltratados en siglos anteriores y en países remotos, mas
no en nuestro país, aquí y ahora. Apenas podríamos
vivir sin esperanza, y es posible que la esperanza presuponga
una determinada cantidad de ilusiones.
Describe una serie de datos sobre la ideología pedagógica
tolerada aún hoy en día en Suiza y no sólo
en Alemania, y protegida por el silencio; aduce que estos datos
recopilados por un teléfono de emergencia, escasas revistas
destinadas a padres decidieron publicar dichos documentos.