Entre ellos se menciona una extensa serie de estrategias de maltrato: puñetazos, latigazos, encierros, jalar los cabellos o retorcer los lóbulos de las orejas; amenazas con cortarle el miembro al niño, de arrancarle los ojos; bofetadas, palizas con escobas, vajillas, cables eléctricos. Golpes, bofetadas: con la mano, puño, doble puño, codo, brazos; coscorrones (con los nudillos, o con el anillo de bodas); con reglas de plástico, con corriente eléctrica; heridas en la carne: con las uñas, puños, tenedores, cuchillos, hojas de cuchillo, cucharas, cable eléctrico o cuerdas de guitarra. Fracturas: arrojando a los niños de un extremo a otro de la habitación, cerrando con fuerza la puerta del carro, dándoles puntapiés en el tórax. Quemaduras: apagar puros o cigarros en el cuerpo, arrojar agua caliente. Estrangulación, magulladuras, arrancar cabellos, colgamientos, sangrar, enfriamientos... y una interminable serie de maltratos.
Miller apunta que, un niño que reciba malos tratos desde una edad temprana tendrá que contar de algún modo la injusticia que se cometió con su persona, el crimen del cual fue víctima. Si no tiene a nadie, no encontrará el lenguaje apropiado y sólo podrá contarlo haciendo a otros lo que le hicieron a él. De este modo despertará nuestro horror. Pero este horror debería producirlo el primer crimen, el que se perpetró en secreto y no fue castigado; tal vez entonces podríamos ayudar al niño a vivir conscientemente su propia historia sin verse obligado a contarla a través de escenificaciones peligrosas.
Su postura antipedagógica no se dirige contra una forma particular de educación, sino contra la educación en general, incluida la antiautoritaria. Su convicción de que la educación es perniciosa se basa en que todos los consejos impartidos para educar a los niños revelan con mayor o menor claridad numerosas necesidades del adulto, de muy distinto orden, cuya satisfacción no sólo es desfavorable al crecimiento vital y espontáneo del niño, sino más bien se lo impide.
Entre estas necesidades se cuentan: la necesidad inconsciente de trasmitir a otro las humillaciones padecidas antes por uno mismo, la de encontrar una válvula de escape para los sentimientos reprimidos, la de poseer un objeto vivo disponible y manipulable, la defensa propia, es decir la necesidad de mantener la idealización de la propia infancia y de los padres, intentando corroborar la rectitud de los principios pedagógicos paternos a través de lo que uno mismo aplique, el miedo a la libertad, el miedo al retorno de lo reprimido, que uno vuelve a encontrar en el propio hijo y debe combatirlo allí tras haberlo matado en uno mismo, y finalmente, la venganza por los sufrimientos padecidos.
Explica que lo anterior no significa que el niño pueda crecer sin ningún tipo de tutela. Que lo que necesita para desarrollarse es respeto por parte de quienes cuidan de él, tolerancia hacia sus sentimientos, sensibilidad para entender sus carencias y humillaciones, y autenticidad por parte de sus padres, cuya propia libertad -y no consideraciones de orden pedagógico- es la que pone fronteras naturales al niño.
Pero precisamente esto último plantea grandes dificultades a los padres y educadores. 1. Estos tuvieron que aprender a una edad muy temprana a prescindir de sus propios sentimientos, a no tomarlos en serio e incluso a despreciarlos o ridiculizarlos. 2. No aprendieron a tomar conciencia de sus propias necesidades ni a defender sus intereses porque no se les concedió derecho alguno
a hacerlo. 3. Dado que el niño es utilizado a menudo como sustituto de los propios padres, se convierte en objeto de una infinidad de expectativas y deseos contradictorios que él, lógicamente, no es capaz de satisfacer. 4. Una situación similar se produce cuando los niños son entrenados -como en la educación antiautoritaria de los años sesenta- para adoptar un comportamiento determinado que sus padres desearon alguna vez para sí mismos y, por tanto, consideran como universalmente deseable. Al hacerlo, pueden ignorar totalmente las verdaderas necesidades del niño. Y, si los niños se sienten permanentemente incomprendidos y manipulados, sacarán a relucir una auténtica perplejidad y una agresividad no menos justificada.
La autora ve en la educación la defensa personal del adulto, la manipulación perpetrada desde su propia inseguridad y falta de libertad, cuyos peligros no le es lícito ignorar, de ahí su interés en denunciar los estragos de la educación tradicional y sensibilizar a la opinión pública sobre los sufrimientos de la primera infancia.
Argumenta que la palabra “educación” encierra la idea de una serie de objetivos que el educando debe lograr, con lo cual se está ya perjudicando su posibilidad de desarrollo. Pero que ello no supone abandonar al niño a sus propios impulsos, pues éste necesita en gran medida de la compañía espiritual y corporal del adulto. Esta compañía ha de presentar las siguientes características: 1. respeto por el niño; 2: respeto por sus derechos; 3. tolerancia con sus sentimientos; 4. estar dispuestos a que su comportamiento nos informe: a) sobre la naturaleza de aquel niño en particular: b) sobre el propio modo de ser infantil: c) sobre la regularidad de la vida emocional, que puede observarse mucho más claramente en el niño que en el adulto, porque el niño es capaz de vivir sus sentimientos mucho más intensamente y, en caso optimo, con más sinceridad que el adulto.
Refiere que estas ideas podrán parecerles absurdas y ridículas a mucha gente puesto que habrán sucumbido a la inseguridad provocada por una mezcla de literatura psicológica y “pedagogía negra” internalizadas. Pero que, sin una apertura total hacia lo que el otro nos dice es casi imposible hablar de auténtica entrega. Así, tenemos que escuchar lo que el niño quiere decirnos para poder entenderlo, acompañarlo y amarlo. Para aprender algo de él necesitamos empatía, y la empatía aumenta con el aprendizaje. A esto se oponen los intereses del educador, que quisiera, o se cree obligado a querer, que el niño sea de una forma determinada e intenta moldearlo a su imagen y semejanza para conseguir sus sacrosantos objetivos. Al proceder así, impide la libre articulación del niño y pierde al mismo tiempo su propia oportunidad de aprender.
Explica que es éste, sin duda, un abuso muchas veces no deseado y que no sólo se comete con los niños, sino que afecta a la mayoría de las relaciones humanas porque las partes involucradas fueron frecuentemente niños de los que también se abusó y ahora manifiestan lo que les sucedió en su infancia.
Finalmente, recomienda a los padres jóvenes que los escritos antipedagógicos pueden suponer una gran ayuda siempre y cuando no sean interpretados como “instrucciones para ser padre”, sino como un incremento de sus informaciones y un estímulo para llevar a cabo experiencias nuevas y liberarse de prejuicios antes del aprendizaje.
Miller, Alice. El drama del niño dotado. Y la búsqueda
del verdadero yo. Barcelona: TusQuets editores; 1998.
Miller, Alice. Por tu propio bien. Raíces de la violencia
en la educación del niño. Barcelona: TusQuets editores;
1998.
Morrison, Toni. The
big box. Nueva York: Hyperion Books for Children; 1999.