Una casa lujosa… viajes… el
mejor automóvil…
No, nada de eso. Las recompensas que premian a
un maestro provienen de otra índole.
Un ex-alumno que lo detiene en la calle
para
decirle que jamás olvidó sus clases y que aquella
frase que él repetía fue su inspiración.
La mirada de triunfo de ese estudiante
cuando,
por fin, ha logrado comprender un concepto difícil.
La mitad de un dulce ofrecido con inmensa
ternura por alguien de los primeros años.
El pedido de los alumnos mayores para que
los
acompañe en el ansiado viaje de estudios.
El respeto que, a veces, se traduce en
silencio y
muchas otras, en alborotada camaradería.
Ese grupo de estudiantes difíciles que le fue
especialmente confiado hace varios años y a los
que hoy, con orgullo, ve graduarse.
La pregunta casi tímida de una alumna: "Quisiera
estudiar lo mismo que usted, profesora, ¿qué
me
aconseja?"
Recompensas intangibles que sólo
pueden ser
atesoradas por corazones generosos.
A quien siente la vocación
de enseñar pero
duda en comenzar esta carrera, a un docente joven
que se pregunta si tiene sentido continuar luchando
contra tantos obstáculos, un viejo profesor o una
maestra de alma le dirían: Sí, vale la pena.